Embozo de un erotismo
El pie sostiene al hombre: es el soporte de su
persona. El pie resalta arquitectónicamente como en otros tiempos; pilastra o
columna que nos sostiene erectos; símbolo del sol para algunos, parte medular
de nosotros mismos, para otros representa el alma. A Freud el
pie le sobra y el significado es fálico. La posición erecta que el hombre le
ganó al mono cuando se bajó de las ramas altas a las que la prehistoria lo
confinaba, lo convierte a su vez en un árbol (Bataille)
cuya erección es perfecta. El pie es también la huella de la muerte, pues a
pasos rápidos marchamos hacia ella.
Símbolo disperso, plurivalente, el pie desnudo
significa la esclavitud entre los griegos y el hombre libre lo calza como toca
su cabeza. El calzado libera al hombre pero lo esclaviza a sus pies. El calzado
que encubre la desnudez primigenia, la del soporte que nos mantiene erguidos
sobre la triple y despiadada simbolización del pie que representa el alma, el
enlace entre la tierra y el cielo y la erección germinal, es también embozo de
erotismos.
Pero, ¿a la mujer quién la sostiene? ¿El pie que
sostiene al hombre es el mismo que sostiene a la mujer? ¿Hay alguna diferencia
entre un pie femenino y un pie masculino? Cuando Bataille escribe en Documents su famoso ensayo sobre el dedo gordo del pie, ¿piensa
acaso si esos dedos gruesos, cómicos o monstruosos, armónicos o crísticos,
pertenecen al hombre como género humano o al hombre como representante de lo
masculino? Esos pies que se hunden en el fango y que son el símbolo de lo bajo,
¿lo son sin diferencia de sexos? Las relaciones eróticas que los dedos de los
pies, gordos o pequeños, sugieren, y los tabúes violentos que prohíben su
exhibición, señalan a las representantes del sexo femenino como detentoras de
un cuerpo que posee un miembro ofensivo al pudor y por ello las obligan a
atrofiarlo y a ocultarlo. Las chinas tienen que esconder sus pies aun ante sus
maridos, y las turcas deben dormir con medias. Los españoles del siglo XVII
subían a sus mujeres sobre un estrado, las colocaban sobre escalones que había
que subir a pie, instituyendo a la vez un pedestal y una marginación. El recato
que se debe a lo femenino alcanza por igual lo alto y lo bajo de su persona y
la doncella del siglo XVI debe tener dos señales en España: «ser siendo virgen sin ojos y sin pies, y debéis entenderlo por el recogimiento y loables
costumbres, no viendo ni deseandomás de
lo justo, y así fácilmente hallará la doncella marido»1. Este recato que la obliga a encubrir y a ocultar lo
que no se quiere que se vea o que se sepa, la mutila y la ciega. No ver ni
tener pies es cancelar el deseo y negar su posible erotismo. Este recato que
impide mirar a los ojos y enseñar los pies pretende negar su existencia y
enlaza las extremidades a la mirada, pues, ¿qué otra cosa puede hacer una mujer
que tiene los ojos bajos sino mirarse los pies? Mas esta misma dama que baja la
mirada sólo encuentra un largo manto que la envuelve. Su contacto consigo
misma, aunque material, por el género que mira y que la cubre, no puede ser
carnal pues contemplar el propio cuerpo es ya pecado.
El texto de Bataille trasciende
la feminidad del pie y se detiene en la simbología de lo bajo y de lo alto que
en filisteo maniqueísmo persiste en separar el cielo de la tierra. A ese
maniqueísmo que plantea una dualidad, Bataille le
opone un paradigma singular por ser ternario, como lo ha demostrado Barthes en un brillante ensayo2, paradigma que une lo noble, lo innoble y lo bajo. Lo
bajo y lo innoble es el pie, y en Bataille,
el dedo gordo del pie. Dedo gordo, monstruoso a veces, enano fálico y
extremidad de extremidad. Su bajeza lo sepulta en el lodo y lo hace terrestre
con exceso: es su cercanía con el polvo y por tanto su cercanía con el estado
de máxima destrucción, la forma más baja de la realidad, pero también la más
alta, noble e innoble, a la vez, la muerte. Y es la muerte considerada como
alteración obscena de la realidad, con la que Bataille engarza el pie, uniéndolo indisolublemente a ese dedo
gordo fascinante e incapaz de calzar totalmente la alianza.
Mas ese pie cuyo símbolo es la salida porque centra su
realidad en el dedo gordo, extremidad de extremidad, es iluminado por el
erotismo que de inmediato lo ciega: tocar un pie femenino significa la muerte.
En efecto, en el ensayo de Bataille destaca la anécdota de la muerte del conde de
Villamediana por haber osado tocar el pie de la reina Isabel. El conde que
ardía de amor por la reina, incendia su palacio para poder «robarle algunos favores» y el acto más osado de esta
violación es tocar su pie. Tocar el pie de una reina es bajarla de su pedestal
y ocultarlo es librarse de su seducción. De la muerte abierta que el pie
concentra en lo bajo, en la tierra, pasamos a una muerte dada por un pie
femenino que, desnudado o tocado, nos vincula con la obscenidad y con la
transgresión de una moral que centra en un erotismo soslayado su razón de ser.
La reina María Luisa de Saboya viola ciertos usos eróticos de España al negarse
a aceptar «la moda del tontillo, especie de adorno
que las mujeres usaban encima del brial para impedir que se les vieran los pies
y las piernas cuando se sentaban en cojines por el suelo, como era costumbre en
la España del siglo XVII»3. Sentarse en el suelo en cojines es acercarse al
polvo y separarse de él por medio de mullidos subterfugios, pero esa cercanía
con lo bajo, así embozada, emboza lo más importante, la existencia de un pie
femenino que debe ocultarse a la mirada, simular su inexistencia, distanciar el
cielo de la tierra.
Los árabes ocultan el rostro de sus mujeres pero
liberan su mirada; los maridos españoles preferían ver «a sus mujeres muertas antes de que enseñasen el pie»4. Este pudor que marca el siglo XVII colocando con
horror todas las fobias en el hermoso pie de las españolas que lo tenían
pequeño y bello como nuestras mexicanas del siglo XIX, va siendo destruido con
escándalo: en el siglo XVIII el pie bien calzado se vuelve blanco esencial de
la mirada. La bajeza y la impudicia que lo determina, su cercanía con el polvo
se empieza a cubrir con el afeite que reviste forma de calzado. El lujo detiene
en la seda y en el oro la embriaguez de la mirada: «[Una señora] arrullaba toda la hermosa máquina de su cuerpo sobre
dos chinelas de terciopelo azul que eran el ártico y el antártico en donde se
revolcaban los ojos más tardos y se mecían los deseos más rebeldes», exclama
perturbado Torres Villarroel5.
La mujer vuelve a curvarse pues a los pies responde la
mirada. Antes debe ocultar con el género que la encubre -el tontillo- la mera
existencia de sus extremidades y sus ojos deben, al dirigirse a ellas,
disimularlas; ahora, la dualidad implícita en lo terrestre y lo celeste que
pies y ojos representan, la mirada árabe concentrada en la celosía, el
descubrimiento glorioso del pedestal que se asienta en la tierra y conduce al
cielo, parecen desterrar el polvo. A los bellos zapatos que la marquesa Cayetana
de Alba, la célebre maja de Goya, cambiaba diariamente, había que agregar el
abanico también diario, para corroborar la curvatura, implícita en el símil
manejado por Torres Villarroel, haciendo de los zapatos los polos o puestos de
la tierra. Los pies erotizados por unas chinelas se vuelven el ártico y el
antártico de una mirada, pero ésta baja del cielo hacia la tierra, revolcando
los deseos. La seducción de lo bajo, polo de la mirada masculina, se vuelve la
metáfora del polvo enamorado. Y en Quevedo, autor de la imagen, lo ideal se
aleja con violencia de lo bajo y en sus sonetos amorosos coloca sobre todo la
mirada; cuando la mirada cae y se somete al polvo, el polvo se idealiza,
idealizando junto al amor la muerte. El pie femenino parece desnudarse pero el
afeite del calzado condena la mirada que, oculta en el abanico, se esconde en
el cortejo, encubriendo los dos polos.
Idealización traicionera, sin embargo. Revolcarse en
el deseo evoca imágenes poco ideales y nos acerca más a imágenes zoológicas. En
el polvo se revuelcan ciertos animales y el lodo con que se cubre la honra
recuerda el lodazal donde hozan los marranos. Revolcarse en el fango es
evangélico y los zapatos que pisan el polvo de las calles cubren de inmundicia
los oros y las sedas. La palabra con que el pudor ofendido mira el desembozo de
unos pies que revuelcan el deseo alterando los polos de los ojos, del ártico al
antártico, cancela con su nieve tanto el polvo como el deseo y quizá lo viole
con sus pasos.
El pie desnudo no aparece. Es el pie calzado el que
ocupa la mirada; la desnudez es subversiva y sólo se permite en las estatuas
griegas donde el pie descuella en su armónica entrega a un ideal que el mármol
sube al cielo. En el pie calzado se quedan los deseos o se inician y la
sexualidad repta, cambia su piel, voluptuosamente entregada al oro, a la seda,
a las tapicerías, al terciopelo, a los satines, a los suntuosos charoles, a las
suaves cabritillas. El sexo se traviste y es pisado por chinelas, botines,
pantuflas rebordadas, suaves medias blancas, poniendo el límite deseado entre
el pie desnudo y el zapato. Madame
Bovary trae a León bajo sus pasos pues «el rechinido de sus botines, lo hace sentirse
cobarde, como los borrachos frente a los duros licores». Un notario posa,
idiotizado, «sus ojos sobre las bellas pantuflas de
tapicería» de Emma, y Flaubert describe extasiado un bello pie de mujer «envuelto en bello calzado de altos tacones, adornado
con una rosa negra». El sexo ha encontrado su estuche, la sexualidad sin cuerpo
ha subido al pedestal.Flaubert agrega con ironía: «¡Oh,
qué bellas son esas historias de amor donde la cosa principal está tan rodeada de misterio que no es posible
ubicarse y la unión sexual se relega sistemáticamente a la sombra como el
beber, el comer y el orinar!». Para Flaubert el
velo de misterio que encubre «el bravo órgano genital» y que lo relega
a las regiones limbares de lo no expresado, es «el fondo innegable de todas las ternezas humanas». En
una carta a su amante, Louise
Collet, Flaubert dice
brutalmente: «Las mujeres no son francas consigo
mismas; no aceptan sus sentidos; toman el corazón por el culo y creen que la
luna está hecha para iluminar los tocadores»6.
La franqueza misma de esas palabras se matiza en las
obras literarias de Flaubert y «el bravo órgano genital», causa de todas
las ternezas y todos los estremecimientos, se descentra, cae por tierra y se
esclaviza. Sacher-Masoch vive entregado a la Venus de las Pieles y su
esclavitud, literal y gráfica, se esculpe en la imagen del arrodillado que «vive a las plantas de su amada... que lo ofende con
el pie»7. En el calzado de hombres y mujeres se concentra por
igual la aventura de ese «bravo órgano» tan presente y sin embargo
soslayado, y la sensualidad del cuerpo se reduce a ese espejo de erotismo, a
esa alegoría de cortesanías y a ese símbolo del lujo. El calzado es la prenda
erótica por excelencia del siglo XIX y un símbolo de status. Madame
Bovary es confinada al infierno de la censura y
el sexo encuentra la horma de su zapato.
De pies a cabeza: Baile y cochino...
Si los pasos desnudos sobre el polvo acercan al hombre
a su fin, la Tierra; si tanta cortesanía nos lleva a recorrerla en una España
civilizada que deja atrás usos rústicos y se despercute entre sedas y abanicos
y si Francia ostenta a la vez que condena el erotismo del zapato, México recoge
las modas europeas y los moralistas las contemplan para denunciarlas. José
Tomás de Cuéllar se «pone las botas» para castigar la molicie
perniciosa que disuelve las rústicas y limpias costumbres de la familia
mexicana:
Es que van pasando aquellos tiempos felices que han
hecho de la mujer mexicana el modelo de las esposas. La irrupción del lujo de
las clases poco acomodadas, va obscureciendo el fondo inmaculado de las
virtudes domésticas y convirtiendo la modestia y la humildad en esa sed
insaciable de atavíos costosos para engañar a la sociedad con un patrimonio y
un bienestar que no existen. La mujer, tocada por ese nuevo estímulo, se
coloca voluntariamente al borde de los precipicios porque cree haber
descubierto en el mundo real algo superior a la virtud8.
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El cuadro de costumbres que Cuéllar traza «es repugnante» pero su disculpa es la notoria «realidad» de sus comentarios. El lujo impera y bajo
el mando de la ostentación las mujeres se corrompen y el sistema de la moda
revela la invasión del disolvente lujo citadino. Es decir, el lujo creado por
una urbe que se vuelve metrópoli e imita su prosperidad: «[...] el cuadro que traza [el autor] no es elección suya. Existe por desgracia; y no sólo
existe, sino que se multiplica en México para mengua de la moral y las buenas
costumbres. La creciente invasión del lujo en la clase media determina cada día
nuevos derrumbamientos»... Esta demolición de las costumbres que amenaza a la
clase media es movilizada por los cambios en las estructuras sociales, la clase
media que produce mujeres «modestas» y «humildes» está vinculada a un estereotipo de familia
patriarcal y campesina que encuentra su expresión máxima en Astucia de Luis G. Inclán. En Inclán, el centro esencial de la
narrativa es el personaje masculino, cabeza de familia con un esquema ideal de
educación, en el que se advierte magnificada la utopía pastoril que opone el
campo a la ciudad. Al finalizar el siglo, las principales novelas realistas
cambian el enfoque y la mayoría presenta personajes femeninos a quienes la
nueva sociedad urbana en vías de industrialización desclasa; no es otro el esquema
de novelas como La
rumba de Ángel de Campo y Santa de Gamboa. Ambas se «pierden»
por razones diversas, pero coinciden en su intento por abandonar un medio
social cuyo esquema familiar es aún provinciano. En una ciudad que se
transforma, las jerarquías empiezan a alterarse desde la base. La mujer,
siempre objeto, se convierte ahora en objeto de consumo y así textualmente la
describe Cuéllar: «Doña Dolores había traído a su hija a
México, como los indios traen las mejores de sus frutas, para su consumo». Y
para ser consumible hay que venderse y la venta se finca en la apariencia, en
el uso de disfraces y de embozos, en la ciega y devastadora imitación de la
moda extranjera que una sociedad de consumo impone. La apariencia debe cambiar de pies a cabeza y en el calzado se inicia.
La mirada del narrador se detiene, fascinada, en los
pies de las mujeres y de la fascinación se pasa al agravio y al gesto
moralizante porque el calzado no sólo es símbolo de lujo, sino erotismo
embozado y pedestal de un sistema de la moda que mientras viste el pie encubre
las apariencias y amenaza las estructuras establecidas. El pie de la mujer«humilde y modesta» debe ir calzado discreta y pobremente. La «querida» de Saldaña, el promotor del baile que le da
título a la novela de Cuéllar, Baile
y cochino, transforma su aspecto con «trapos». Sus «porabajos»
son viejas «babuchas» que al ser cambiadas por
zapatos «de cabritilla abronzada y charol, con sus
pespuntes» la hacen parecer otra. La moda cambia de pies a cabeza a quienes la siguen
a pie juntillas. La sociedad cambia y con el cambio se produce otra apariencia.
La vieja apariencia de modestia y humildad se ha transformado y la ropa de
confección altera y descompone una jerarquización social definida por clases
que se querrían inamovibles. Quien sigue la moda arrincona a la pobreza y
asciende en la escala para pasar «de
lo vivo a lo pintado». Con este tipo de locución que abunda en la obra de
Cuéllar, el cuerpo femenino apoyado en su pedestal, el zapato encubridor del
pie desnudo, se articula sobre la lengua, que representa gráficamente una
realidad visual. En efecto, el cambio de apariencia que supone el paso de lo vivo a lo pintado, representa un cambio visual que la ciudad
prostituida al consumo y al lujo revela a la mirada. El pie calzado se
transforma y, en sentido literal: los pies bien calzados revelan «un buen pie», escultórico, elegante, sensualizado. «Las babuchas» lo ocultan, lo avejentan, lo
empobrecen; la zapatilla o el botín de charol y suave cabritilla lo elevan hacia
el cielo, lo refinan, lo matizan y, sobre todo, cambian su color.
Estar descalzo o andar sobre huaraches es pertenecer a
la clase baja. El pie que toca el polvo o el calzado que deja libre al pie para
que el polvo lo cubra, simbolizan lo más bajo. Estar descalzo o calzar huarache
desnuda la escala de los valores sociales. Una polla se queja de que nadie ha
observado sus irresistibles pies calzados con hermosas botitas bronceadas: «Yo procuré sacarlos [los pies] y estoy segura que él los veía; pero en seguida ¡nada!
¡Tú de mi alma! ¡como
si le hubiera visto los pies a un indio con guaraches!» (p. 69). Y esta indignación revela que mientras más cerca
se está del polvo más baja será la clase. El indio garbancero corteja a la
india garbancera y de pie sobre los huaraches ve los retobos que le endilga su
querida por debajo del rebozo:
Huarache y rebozo equivalen a botita y abanico, cada
uno en su clase; el pescuezo bronceado enseña el cobre, pero la botita de cabritilla de ese mismo color
encubre un pie huesudo y un color trigueño. Sarape y rebozo visten al indio y
el huarache lo calza. Su pie es cobrizo y nunca oculta su color; las jóvenes de
clase baja que anduvieron «descalcitas» tienen éxito porque lo que
visten las emboza totalmente modelando sus cuerpos y dibujando sus
extremidades. Es más, lo que visten oculta los colores que en México revelan la
procedencia. Y la clase se marca por la ropa y se realza por el color. Ser «trigueño» como dicen los escritores mexicanos del
siglo XIX y Cuéllar lo reitera, es revelar el origen indio y revelarlo es
mostrar «la clase». Una señora «tenida» por un nuevo rico, don Gabriel, se vuelve
atractiva cuando se cubre la cara con crema y polvo:
(p. 20)
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Parecer otro u otra es el pivote sobre el que gira esta novela; pero esa
violencia entre el ser y la apariencia que ya ha violentado otros discursos
literarios, se afinca aquí sobre una apariencia que se determina por una
representación visual y se articula sobre la lengua.
(p. 20)
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Ropaje y calzado disfrazan. El lujo aparente en
ciertas clases sociales es la radiografía de un desclasamiento: por más que se
vista de seda, mona es la pollita que desciende de los conquistados y que de
Malinche quiere ascender a diosa griega. El color del calzado encubre y rebozo
y huaraches descubren; muestra a las claras de que para Cuéllar y para sus
contemporáneos cambiar de clase cambiándose la apariencia no paga. Lo que si
paga es un racismo que se añade o mejor dicho que pretende mantener una
estratificación clasista que se quiere inamovible. Y su inamovilidad depende
del calzado: la desnudez del pie clasifica al indio y lo define por su forma y
su color, pero sobre todo, lo mantiene sobre el polvo, que si bien aquí no
significa la muerte en sentido metafísico como podemos advertirlo en Bataille, significa la muerte social y define el reino de la
apariencia que se asienta en una movilidad social que, aunque limitada,
nuestros escritores temen.
Una estética del calzado
La desnudez del pie determina la esclavitud. El signo
en Grecia era la cabeza y los pies desnudos: la cabeza desprovista de cabello y
los pies de sus sandalias. Ya lo he dicho, la dignidad del pie desnudo sólo se
guarda en las estatuas. El pie desnudo es también en su carnalidad el detentor
de una estética; Flaubert relata a Louise Collet una experiencia en la playa de Trouville donde ve bañarse a las damas: «Y los pies rojos, delgados, con callos, ojos de
pescado, deformados por los botines largos como nabos o anchos como barcas»9. Una estética de doble proyección: la estética
clásica que inmoviliza en el mármol una celestialidad, y la estética de una
carnalidad que se disfraza con la doble piel del calzado. Y esa piel deja sus
marcas indelebles: reforma el pie y lo entrega a la apariencia de una belleza
conformada por la moda pero que al reformarlo lo deforma; cuando se desnuda el
pie ostenta las huellas de su doble piel pagando con ellas la perfección que
sólo las estatuas ostentan. La calcareidad que ha cubierto la cara de la
querida de don Gabriel le permite aparentar la estructura de una estatua
clásica y los guantes que modelan las manos de las Machucas para hacer juego
con los botines que cubren su anterior desclasamiento, las convierten en
esculturas vivientes. La estética también encubre una ética y una ideología.
Al cubrirse el cuerpo, la gente cubre las apariencias
y cubrir las apariencias es evitar escándalos, aunque eso signifique (para
Cuéllar) la más atroz zambullida en la clandestinidad de una vida irregular.
Cubre las apariencias quien se disfraza con un corsé la cintura, con polvos lo
trigueño de la cara, con guantes la contextura huesosa y oscura de las manos,
con botines la desgracia de un pie sin gracia. Y Cuéllar agrega, refiriéndose a
otra de las convidadas al baile de Saldaña, Enriqueta, «como muchas mujeres elegantes, no concebía el amor
desnudo, por demasiado mitológico; no podía figurárselo sino en la opulencia y
por eso lo buscaba en el fondo de los carruajes, o en las facetas de un
diamante de tres quilates». Al asociarse con el lujo, Cupido viste su desnudez
clásica, que en la vida cotidiana, cuando no se tiene dinero para comer, o lo
que es peor, para comprarse unas botitas, se vuelve deforme (p. 50).
La deformidad que la desnudez en objetos de consumo produce hace caer a
Enriqueta en garras de un asiduo coleccionista de «Esa baratija que se llama mujer» (p. 32)
y su caída está condicionada por el tradicional mal paso pero dado en esta
ocasión dentro de unas «botitas raídas» (p. 49).
En efecto, Enriqueta cae en el concubinato por asomarse a la ventana, por
entrar en el vértigo de una calle de lujo, pero sobre todo por recibir en la
suela de sus botitas
(pp. 56-57)
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El progreso ha vestido a Cupido y su flechazo se ha
vuelto electromagnético; el pavimento hollado por los vehículos transmite a
Enriqueta el flujo voluptuoso que la hundirá en la mancebía mientras pretende
subirla de clase por la apariencia, pero sus botitas que reciben la violencia
del flechazo uniendo en su trayecto las locuciones «tener buen pie» con «tener buen talle» la llevan a su vez a dar ese paso
considerable que le permite andar en carruaje y no a pie (p. 53),
aunque este condicionamiento la lleve también algún día a intentar «desandar el
camino que el tiempo inexorable le ha hecho recorrer forzosamente» (p. 61).
Enriqueta ha descubierto su cuerpo desde la base; lo
mismo le pasa a Venturita, una bella joven quedada que no se resigna con el
desvaído papel de tía y de cuñada. Para ahogar el desengaño, Venturita camina
por las calles, es más,anda por
donde la vean y, para que la vean, va bien vestida y bien calzada.
El calzado sigue siendo el punto focal de la apariencia; para ser bien
contemplada, Venturita acorta una pulgada «la
orla de su vestido» (p. 65). «Al fin dio con el lagartijo cerca de
Iturbide -explica Cuéllar en su afán por hacernos seguir el itinerario que
siguen los pies menudos de su personaje-, Venturita
lo vio venir y sorprendió (fingiendo no ver) como dos relámpagos, una mirada
que se dirigió a los ojos y otra mirada que se dirigió a los pies de Venturita»
(p. 65). Las miradas que van de los ojos a las botas
siguen el trayecto que ya habían recorrido las miradas de los españoles del
siglo XVII: del cielo bajan a la tierra. Las botitas descubiertas por la
repentina brevedad de la falda son las armas de Cupido y equivalen al flechazo;
es más, las botitas que «ajustan la punta del pie», de la misma manera que se aprieta el corsé,
permiten una asociación que va de la mirada al tacto y los lagartijos que ven
el espectáculo de esos piececitos bien calzados sienten «cierto hormigueo en las palmas de las manos» (p. 63). Aun en el Renacimiento Cupido operaba desnudo y
sus saetas eran armas acordes a su ceguera. Ahora Cupido se descarna y se
traslada al disfraz de unos zapatitos bien ajustados y dirigidos a las miradas
de quienes transitan con sus pasos las calles de la ciudad, vitrinas donde se
exhiben las «baratijas». Andar es ver o dejarse ver. Y
lo que a la vista aparece, determina la estrategia, Venturita descansa sobre
sus armas y dirige la infantería, segura de que si batallón avanza, se dejará
llevar luego por un carruaje, como el que desplaza a Enriqueta.
(p. 66)
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La especulación de Venturita con la bota, «arsenal» de su estrategia, la lleva a concebir una
estética del calzado y una política de ataque. Los hermosos botines de suave
cabritilla y sus reflejos irisados desbordan las conveniencias y se mantienen
al nivel de la mirada. Los botines hacen un «pie
de niña» (p. 68), lo modelan estrechándolo; los choclos permiten
que un pie sea capaz de «sublevar la conciencia humana» (p. 69).
Es más, el pie se vuelve «escultural», es arma de guerra y mito
esculpido y objeto de una estética verbalizada por la propia Venturita:
(p. 70)
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La estética de la bota o del choclo se inserta todavía
en la moral de clase media. Apretar el corsé y ajustarse el botín son síntomas
del influjo de una moda extranjera que penetra en las costumbres de una ciudad
que se ha abierto al comercio exterior y que vive en la dependencia total. Pero
cambiar el zapato tradicional por otro tipo de calzado es alterar las
jerarquías, violar las conveniencias. Al artista se ha unido el militar, pero
el militar pertenece a un ejército entrenado en la gran era de la industria, en
la era manejada por un orden y por el progreso. La estética se vuelve
positivista y la mirada se enfría. No es pues extraño que Venturita fracase y
que sus hermosos y enguantados pies rechacen esas botas que aniñan y esos
choclos que esculpen para provocar apenas el hormigueo de una trepidación
electromagnética. Esos instrumentos -la dinamita- apenas si conmueven el
edificio social porque aunque atraigan la mirada y ésta altere el tacto, su impacto
se disgrega. Para conseguir su objeto, casarse, pues como pregunta Cuéllar «¿a qué otra cosa aspiran las muchachas bonitas?»,
Venturita no vacila en adoptar una moda que la hará descender en la escala
social y la asociará a aquellas que alguna vez estuvieron descalcitas. Esta nueva táctica había sido usada también, durante
el siglo XVIII, en España por la seductora duquesa Teresa Cayetana de Alba que
aplebeyó sus vestidos, sus modales y su lenguaje para seducir a los hombres.
Venturita, más modesta, se contenta con imitar a las cortesanas, a las que se
proveen de zapatos bajos y medias de encaje. Afeite que calza el pie al tiempo
que lo desnuda, arma poderosa, la dinamita (p. 72), el proyectil más detonado de la coquetería contra
la cual detona a su vez Cuéllar:
(p. 73)
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La duquesa de Alba se aplebeya por voluptuosidad y
Venturita se acortesana por el matrimonio añorado, pero ambas confieren a sus
pies un erotismo que ha cifrado en el calzado tanto el pudor como la obscenidad
y que ha hecho de la mujer un objeto de consumo. La estrategia que esa estética
desarrolla está a tono con el de una sociedad que se mantiene firme a base de
armamentos importados y que le concede a la dinamita su mayor efectividad tanto
para construir ferrocarriles como para metaforizar el erotismo que propicia el
progreso, duramente conquistado a base de orden, administración y dependencia.
La mujer como valor de cambio
Reunidas por la varita mágica de Saldaña que convoca
al baile, las mujeres que pinta Cuéllar en sus cuadros de costumbres son vistas
por su autor con apetito voraz -comiéndoselas con los ojos- para después
lapidarlas con la pluma. La incesante actividad que se determina por una
intensa preocupación vestimentaria que da pie a la elegancia, tiene como objeto
la mirada. Las mujeres se entregan a un ritual de tocador que con fervor
sagrado les permite convertirse en seres de vitrina. Su vestimenta les acomoda
de inmediato en el escaparate donde serán vendidas y, para intensificar el
deslumbramiento, se revisten de objetos fastuosos que ponen en subasta su más
preciada joya, la virtud. Para ser vista como objeto que se ostenta, la mujer
anda sobre zapatos de distintos altos y diversos géneros, aunque pague como
precio inmediato y fugaz una desnudez fortuita y ocasional que le exige su
entrada por la puerta falsa de la
casa chica.«Ser tenida» por quien
colecciona objetos de lujo es ser vestida de pies a cabeza para ser expuesta a
la mirada y aumentar la fama del coleccionista. Enriqueta lo hace y al recibir
en sus mal calzadas plantas el cosquilleo
electromagnético del progreso,
recorre el camino clásico que Cuéllar fulmina en su afán moralizante y en su
intento de retener a la mujer sólo dentro de la categoría de objeto utilitario.
La sociedad porfirista que se refleja en la prosa de este escritor que publica
su libro en 1886, es una sociedad dada a la ostentación y al lujo, a la
importación de los valores de la moda parisina, a la instauración de costumbres
diversas que modifican de raíz la apariencia exterior.
La virtud es ciega como el honor, enseñar los pies
lujosamente calzados es iniciar la caída, rodar por el fango. Dar el mal paso
con botines lujosos es perder el pie y entregarlo desde abajo al lujo. Eso hará
Venturita al acercarse a las cortesanas utilizando el calzado que las marca o
las infama. Las situaciones narrativas, subrayadas por las expresiones
populares que Cuéllar maneja a la perfección, exhiben la identidad de las
mujeres; el cambio social las determina como valor de cambio y, en realidad,
cualquiera que sea su calce empiezan a perder la clase a influjos de la moda.
La actitud moralizante de Cuéllar opera como una pantalla para cubrir una
realidad que se revela al ojo y el espacio elaborado conscientemente se
sustituye por otro donde algo opera desde el inconsciente. Su capacidad
radiográfica traspasa su propia moral tradicional y descubre la realidad de la
dependencia y de la mujer como mercancía que puede ser exhibida, tenida,
comprada.
La exhibición precede a la compra pero para exhibir y
ponerse en vitrina la apariencia debe modificarse. La sociedad suntuaria
elabora su propia imagen de la belleza y la «sencillez y naturalidad de
los tiempos patriarcales» (p. 58) que le sirven de modelo a Cuéllar no embonan con
el lujo. Para ser comprada «tenida» -ya sea en matrimonio o en
concubinato- la mujer debe componer su belleza, vestirla, aderezarla, y al
colocarse en vitrina debe -perogrullada- llamar la atención. La belleza de la
sociedad suntuaria abomina de lo natural por demasiado «mitológico» y recae en la opulencia: «El cupidillo aquel tan ingenuo y espontáneo (de los
tiempos patriarcales), era en la ventana de Enriqueta y en otros balcones, un
simple intermediario para llegar al lujo» (p. 58).
La honra naufraga como un navío ahogando la reputación
de una mujer; el lujo la rescata y la enfrenta al espejo que le regresa el
reflejo sino un aura. La moda aureola a la mujer, la refina alterando sus proporciones,
la recrea dándole otro rostro, el que ella misma mira ante el espejo y el
rostro que se ofrece a la mirada exterior: «Por
detrás de Enriqueta había, no un cupidillo risueño, juguetón y huraño, sino un
hada despótica, tiránica y cruel que se ríe de la miseria» (p.58). El espejo
contesta encantado reiterando la belleza, y, alterando el cuento, le otorga
galanía a cuanta doncella acepta el refinamiento de la moda, tiránica como la
madrastra. Las jóvenes que sufren a su influjo «traicionan su virtud». La apariencia cambia como la
sociedad que ha exigido otra visión, otra manera de ver y de andar y las
mujeres mexicanas se mimetizan al reflejo de una importación, un modelo europeo
que ellas reproducen para poder estar en la vitrina. Su ser cambia según cambia la moda, tan
rápidamente como los maniquíes de las vitrinas cuando exhiben las diversas
combinaciones de colores, de géneros, de encajes, de puntadas, de botines. En Los parientes ricos Rafael Delgado enfrenta la sencillez de la provincia a
la frivolidad de la extranjera moda que tiraniza la capital metropolitana:
El sencillo traje de las provincias, hecho en casa y
de percal, contrasta disminuido con el oropel necesario a la vitrina. Y la
vitrina es la gran ciudad por donde se pasean las graciosas francesitas del
Duque Job. Delgado insiste cuando hace decir a un personaje que regresa de
París y a propósito de una próspera ciudad provinciana:
paréceme Pluviosilla una beldad agreste cuyos
encantos y cuya núbil lozanía piden galas y adornos para lucir y triunfar.
Ciudad muy linda es ésta... ¿Qué necesita? Cómodas calles, elegantes
edificios, avenidas adoquinadas que hagan fácil el tránsito de los carruajes.
¿Por qué no hay aquí muchos coches? Porque con calles como éstas, es
imposible que los haya. El teatro aunque de traza regular, pide aseo y
elegancia en pasillos y escaleras; pide un foyer suntuoso...10.
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La ciudad entera es escaparate y su belleza se asimila
a la de las mujeres; la mirada se asume como teatralidad, como espectáculo. La
plaza pública continúa la ventana y su apertura se debe, como en el París de
principios de siglo, al comercio de las telas. Pluviosilla es «la Mánchester»
de México; la capital, su París. Las mujeres, su decorado principal.
La belleza se confecciona, se fabrica, se matiza
técnicamente. El cuerpo se rehace gracias al corsé, el pie se esculpe mediante
el botín, los guantes remodelan y el sombrero retoca. El honor,
tradicionalmente asociado a un cristal que con el puro aliento se empaña, se
trueca por un espejo que refleja una apariencia de belleza artificiosamente
construida, entera sólo si se ajusta al ritual que exige la mirada. La moral
añorada por Cuéllar, Delgado y De Campo ha sido sustituida por una estética de
la apariencia y la fabricación, por lo antinatural. Es más, la artificialidad
es concebida puramente en términos de clase. El artificio, el oropel, el lujo
que cubre de pies a cabeza, es natural en las clases altas, pero la imitación
que las clases medias empiezan a hacer de ciertos usos vestimentarios se
considera peligrosa porque confunde las fronteras:
(p. 45)
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Cuéllar se horroriza pero Prieto recuerda en Memorias de mis tiempos cómo se invierten durante el carnaval los esquemas
sociales; las máscaras permiten que los ricos adopten el disfraz de populacho,
mientras los descalzos se ponen las botas, aunque su tacón torcido revele su
profundo parentesco con el polvo. El espectáculo popular que ofrece el periodo
anárquico que Prieto asienta en sus Memorias conserva el carácter de decorado y determina
jerárquicamente el lugar que le toca a cada uno. La máscara divide y protege
como las joyas. Las mujeres de la clase alta viven enjoyadas: la marquesa
Calderón de la Barca descansa en Manga de Clavo en el feudo de Su Alteza
Serenísima, antes de seguir su cansado viaje en diligencia hasta la ciudad de
México, desayuna con los Santa Anna y su mirada se detiene en el esplendente
muestrario de diamantes que despliega su anfitriona. Relumbrón, personaje
famoso de Los
bandidos de Río Frío, lleva pleonásticamente su nombre que
revela su propensión a las sortijas. México relumbra literalmente y se exhibe:
relumbran de un lado las ostentosas clases altas y del otro, el populacho,
enfundado en sus harapos y en su regio colorido popular. La clase media se
aplana en el anonimato de la modestia y la humildad. El teatro es para ellos
una carpa, o una ópera. Y en la ópera rivalizan, como en los escenarios de Proust,
los monstruos sagrados de la escena y las diosas mitológicas de los palcos:
El teatro reverberaba como un ascua de oro; en los
palcos, cubiertos de ramos y de flores, se ostentaban Hadas, Sultanes,
Odaliscas. Reinas y damas de hermosura histórica, avasallando la seda y los
encajes, ostentando guirnaldas y plumas, vulgarizando las piedras y formando
el conjunto una grandeza olímpica que se perdía entre lo ideal y lo
maravilloso11.
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Este espectáculo de carnaval donde las damas rivalizan
con las actrices coloca a cada quien en su territorio, sacralizando la división
que se perfila, nítida, entre los abalorios falsos y los diamantes exactos.
Cuéllar advierte durante el porfiriato que la humildad de los de en medio
empieza a desaparecer con el zapato y que el disfraz se escinde de la máscara.
El calzado esculpe el pie, le ofrece un zócalo de estatua, es decir un pedestal
pero el pueblo lo transforma y le otorga a la palabra un sentido de
espectáculo. El Zócalo será la gran vitrina popular que, junto con la Alameda,
congrega a los paseantes. Las damas pasean su apariencia y los catrines y los
rotos las contemplan:
(p. 78)
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Las mujeres se detienen ante los escaparates y
contemplan el espectáculo de los maniquíes y se esclavizan a la moda, a su vez,
los «pollos» contemplan a las catrinas que,
mimetizadas, se vuelven carne de vitrina. Como valor mercantil la belleza
fabricada de la mujer deslumbra hecha decorado de la ciudad, convertida en
escenografía, vistiendo sus paseos y adornando las ventanas como los pájaros en
la jaula o como las plantas en sus verdes estuches.
¡Y ahora el baile...!
Transformada en maniquí y convertida en valor de
cambio, la mujer se inserta en un sistema de transacciones que determinan su
capacidad para desplazarse por los territorios que antes estaban religiosamente
separados. La mujer digna de ese nombre debe ser modesta y humilde pero la
mujer que simboliza el cambio es indigna de cualquier hombre. «Y esas señoras, otras señoras, y ciertas señoras,
juegan juntas a los albures el precio de la hermosura, el dinero del marido y
el pan de sus hijos» (p. 45). La transacción bursátil es manejada dentro de los
estrechos límites del tablero donde caen los albures: al juego de miradas
responde el juego de apariencias: la «infamia»,
la «inmoralidad» del garito se combinan con
la fiesta, y la sociedad entera parece integrarse a un tiempo de carnaval:
(p. 45)
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El picante lenguaje popular de Cuéllar, el «mexicanísimo sabor» que maravilla a sus
contemporáneos y a sus críticos posteriores no es eterno: ostentan en sus
locuciones populares una terminología que connota los cambios ocurridos en los
distintos sistemas de producción del porfiriato.
Los cambios se manifiestan plásticamente en la ciudad
que los recoge y en la mujer que los ostenta. La industrialización y el
capitalismo incipiente, las redes de comunicación, principalmente ferroviarias,
la minería y el comercio se instrumentan con capital extranjero. Los Estados
Unidos e Inglaterra tenían un capital mayor que el del gobierno mexicano. El
signo externo, sin embargo, el signo que modifica la fisonomía de la ciudad y
de la gente es francés: las vestimentas, los peinados, las texturas, las
perspectivas. Los barrios aristocráticos se han desplazado a lo largo del eje
formado por el Paseo de la Reforma, construido por Maximiliano para unir el
Castillo de Chapultepec con el antiguo centro, barrio residencial durante
varios siglos. Los grandes bulevares parisinos construidos por Haussmann dejan
su impronta en nuestro Paseo de la Reforma, con las estatuas de la Alameda, en
las casas francesas de la colonia Juárez, en los versos de Gutiérrez Nájera, en
los vinos, en las grandes tiendas, en las sederías. El Centro colocado
estratégicamente entre los dos grandes puntos de exhibición citadinos, la Alameda
y el Zócalo, empieza a degradarse y las clases inferiores empiezan a habitarlo.
A pasos agigantados cambian las perspectivas y para admirar sus proporciones es
necesario recorrerlas a ritmo de danza y hay que ponerse en marcha abandonando
el reposo del pie, caminando por el espacio transitado en los momentos de mayor
desgaste. Y el desgaste como el lujo mismo, y el erotismo soslayado, determinan
el corolario indispensable de una economía suntuaria.
Danza significa pues sexo. Pero dentro de una función
cosmogónica. Las personas enlazadas se unen en matrimonio y su relación es muy
cercana a la magia. Sexo y mundo primitivo entonces. José Tomás de Cuéllar
intuye esta doble simbolización de la danza; intuye que es cercanía primitiva,
salvaje, e intuye su carácter predominantemente sexual. Por eso la rechaza. El
baile es sacrílego, es negativo, se opone al progreso por su salvajismo y su
olor a sexo. Para Cuéllar el baile no está vinculado con religiones orientales
cuyos ritos conecten con lo cosmogónico. Para él es símbolo de impudicia y
salvajismo. Es símbolo de malas costumbres, es símbolo de ruptura de
estereotipos clasistas, es la instauración de lo carnavalesco a lo largo del
año, es la máscara desenmascarada, la máscara que no separa, la metamorfosis
social que se teme. Los bailes ocultan su procedencia inferior, de clase baja
y, lo que es peor, de raza despreciada: «Los
pobres esclavos de Cuba, tostados por el sol, rajados por el látigo y
embrutecidos por la abyección, despiertan algún día al eco de la música, como
despiertan las víboras adormecidas debajo de una piedra» (p. 46).
La esclavitud de esa raza importada a América por el padre Las Casas para
liberar a los indios parece mitigarse con la música, pero su relación con ella
es también su relación con lo animal. El animal a que se refiere Cuéllar es un
animal simbólico, la serpiente. Y la serpiente, reptil silencioso y mezquino,
traidor y violento es el emblema de la seducción, pero de la seducción que nos
hizo perder el Paraíso, gracias a los embelecos de Eva, a su vez fascinada por
la serpiente. Esclavo y animal se unen; la serpiente es el fálico recuerdo de
un génesis abrupto y enfurecido que nos arrojó del Paraíso a esta tierra de
trabajo ganado con el sudor de la frente y a Cuéllar no le interesa que el
sudor provenga de otra actividad distinta a la del trabajo; el sudor producido
en el baile es un sudor animal, primitivo, libidinoso, despreciable:
(p. 46)
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El pie es el culpable. Asiento de la persona y disfraz
de una pecaminosa realidad contra la que se pronuncia el moralista. El baile
convoca seres desclasados que, mediante el afeite del calzado, ocultan la
desnudez de un pie inferior, el que se asienta sobre el polvo, el pie de los
esclavos. El pie enmascarado por el zapato, antes descalzo o calzado con
huarache, que revela en su desnudez, total o semiencubierta por la sandalia,
una raza trigueña que debe sostenerse en su sitio y no bailar con botitas bien
modeladas que ocultan su color. El baile habanero contamina, reúne diversas
procedencias y desclasa, animaliza:
(p. 46)
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y
la insidia grabada ominosamente en la mentalidad romántica, esa insidia que
hace de las mujeres seres angelicales, azucenas puras, virginales, sin sexo,
incoloras e inodoras, choca con los bailes que las clases medias «hacen» y no «dan».
Porque las clases altas conscientes de las jerarquías «dan» bailes, nunca los «hacen». Y en estos dos verbos radica la ideología
clasista de Cuéllar: las grandes familias mexicanas, de la clase alta, de la «buena sociedad», esa deslumbrante clase por su
blancura, sus casas parisinas, y su elegancia helénica, «dan» un baile nunca lo «hacen»:
(p. 4)
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Una «amena distracción» y un deseo de «estrechar lazos de amistad» marcan el carácter
eminentemente social y victorianamente decente de esa convivialidad de clases
altas que incorporan, hasta en el lenguaje, la elegancia implícita en la
fórmula «dar un baile». En cambio «hacer un baile» «es
reunir música, refrescos, luces y gentes para bailar, comer y refrescarse y
santas pascuas» (p. 5). La propiedad en el lenguaje -elegir los verbos
adecuados- se prolonga naturalmente y alcanza la propiedad en el vestido y en
el calzado elegido y sobre todo en el tipo de baile que se escoja. La danza
habanera es el tosco embozo que reviste un ritmo producido por seres salvajes,
obscenos y esclavos. Su colores ominoso y opaca en su turbulencia sudorosa el
trigueño color de las jovencitas que concurren a la danza en una vecindad de
quinto patio en la ciudad de México, asaltada de repente por costumbres que
reprimen con la ropa la desnudez de una lujuria permitida sólo entre esclavos.
El gasto inherente a una sociedad de consumo, es más,
el desgaste que lo inútil, lo suntuario ocasiona, se alegoriza en este erotismo
marginado, en esta perversión de las costumbres, en esta desnudez salvaje que
esclaviza. La mujer como valor de cambio enturbia las relaciones tradicionales
entre los sexos: la unión modesta y pulcra de un matrimonio que procrea hijos
sanos y decentes, cuya desnudez primigenia está cubierta con ropas necesarias.
La mujer que se exhibe y se pone en venta, la mujer que es «tenida» reviste su desnudez con ropas extranjeras y
con calzados escultóricos. El pie de estatua pierde su ropaje marmóreo al son
pecaminoso de una danza que en su desgaste lascivo exhibe una desnudez
absoluta, prístina y por ello obscena. Las «transacciones
bursátiles» y los «agentes de comercio» que las provocan
echando en el tablero los albures, desnudan a su vez la nueva sociedad que en
ritos festivos se congrega y danza al ritmo lascivo de una esclavitud
travestida. El travestimiento, corrupta práctica de sociedades enfermas se
vuelve máscara, embozo primitivo, que contamina la metamorfosis cosmogónica.
El desgaste (la pérdida) que el baile provoca en su
doble contexto: la fiesta que congrega y el baile que quema la energía, desnuda
la apariencia, abole la mirada y permite la unión ritual:
(p. 124)
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