miércoles, 30 de mayo de 2012

"Un viaje celeste", Pedro Castera


El hombre es el ciudadano del cielo
Flammarion
Mis ojos no podían desprenderse de esta línea, cuyos caracteres brillaban con mágica luz. Recordaba que Sócrates dijo: "El hombre es el ciudadano del mundo". Pero como esta raquítica esfera es importante para calmar nuestras aspiraciones, el ilustre astrónomo ha procurado con frase sublime nuestra legítima ambición. Es cierto que el cielo no basta para llenar el alma; pero el infinito es el velo con que se cubre Dios, y tarde o temprano el Supremo Ideal habrá satisfecho el anhelo de nuestro espíritu.
Mi absorción era completa; pero a poco iba olvidándolo todo; mis ojos fueron perdiendo la percepción; caí lentamente en una especie de sonambulismo espontáneo. Mis sentidos se entorpecieron, pero mi inteligencia no estaba embotada; con los ojos del alma lo veía todo, comprendía lo que me estaba pasando; pero aquel éxtasis, compuesto de no sé qué voluptuosidades extrañas, era tan dulce, había en él una mezcla tan indefinible de ideas, de delirios, de fruiciones desconocidas, que en lugar de resistirme, me dejaba arrastrar por aquella languidez llena de encanto y también de vida. ¡Oh, yo quisiera estar siempre así!
Mi alma se fue desprendiendo de mi cuerpo como si fuese un vapor, un éter, un perfume; la veía, es decir, me veía a mí mismo, como si estuviese formado de gasa o de crespón aparente, y sin embargo real, pero con todas aquellas ondulaciones, ligerezas y flexibilidades que tiene lo intangible.
Aquello era maravilloso; la sorpresa que me causaba mi nuevo estado no me dejaba ya lugar a la reflexión; mi pobre cuerpo yacía exánime, sin movimiento, en una postración absoluta. Comencé a creer que había muerto, pero de una manera tan dulce, tan bella, que no me arrepentía; antes bien estaba resuelto a principiar nuevamente. Algunos momentos después me hallaba convencido hasta la opresión de mi nuevo estado, y con una gratitud inmensa al Creador que había cortado con tanta dulzura el hilo de mi triste vida.
¡Cosa rara!, mi vista adquirió una penetración y un alcance admirable; las paredes de la habitación las veía transparentes como si fuesen de cristal; la materia toda diáfana, límpida, incolora y clara como el agua pura; veía infinidad de animálculos pequeñísimos habitándolo todo; los átomos flotantes del aire estaban poblados de seres; las moléculas más imperceptibles palpitaban bajo el soplo omnipotente de la vida y del amor... Mis demás sentidos se habían desarrollado en la misma proporción, y me sentía feliz, os lo aseguro; intensamente feliz.
Al verme dotado con tan bellas facultades, mi vacilación fue muy corta: levanté la mirada... y caí anonadado al contemplar la magnificencia de los cielos.
Oré un instante, y con la rapidez del pensamiento, me lancé a vagar por el bellísimo jardín de la creación. En mi estado normal veo a las estrellas, melancólicas pupilas, fijas sobre la Tierra; rubíes, brillantes, topacios, esmeraldas y amatistas, incrustadas en un espléndido zafiro, pero entonces... ¡Oh!... entonces voy a referiros con más calma lo que vi.
Es preciso que ordene algo mis ideas. Comenzaré, pues, por deciros que me bastaba pensar para que siguiese al pensamiento la más rápida ejecución, y por lo mismo, la idea que había tenido de ascender por los espacios me alejó de la Tierra a una distancia inmensa.
A lo lejos veía una esfera colosal (un millón quinientas mil veces mayor que la Tierra), incandescente como el ojo sangriento de una fiera, roja como el fuego, volaba con velocidad, arrastrando en aquella carrera una multitud de esferas, entre las cuales había algunas algo aplanadas por dos puntos, pero todas de mucho menores dimensiones, pues si hubieran podido reunirse no igualarían con su volumen al hermosísimo disco de fuego; a pesar de que se encontraban algo lejanas, las percibía con una claridad extraordinaria, capaz de permitirme examinar hasta sus menores detalles.
Figuraos mi asombro: aquella antorcha encendida en medio de los cielos era nuestro Sol, y sus acompañantes, su familia de planetas.
Pero no era todo, no: lo que me dejaba mudo, absorto, enajenado, era que todas aquellas masas enormes eran ¡mundos! más o menos semejantes al nuestro, pero todos ellos, sin excepción, mundos habitados.
Sí, sí, yo veía las manchas blancas de las nieves polares, las nubes cruzando sus atmósferas, las unas densas, cargadas de brumas, las otras purísimas y tenues, los mares brillaban como líquida plata, y los continentes parecían inmensas aves que se recostaban cansadas de volar.
Allí hay seres, me decía yo, seres humanos, habitantes, hombres tal vez, y ángeles como los que habitan la Tierra con nombres de mujeres, porque si no fuera así, esos mundos serían horribles; allí estarán mis hermanas, mis padres, mi familia... ¡Ah: Dios mío, cómo a la vista de esos mundos se despliega tu Soberana Omnipotencia!
Entonces busqué a Júpiter, que de los planetas de nuestro sistema es el mayor y el más bello; la Tierra la veía como la 126a. parte del brillante astro, que me deslumbró por su hermosura; esto en cuanto a superficie.
Sus montañas tienen una inclinación muy suave, sus llanuras son perfectamente planas, los mares tranquilos; nada de nieve; la eterna primavera bordando sus campos, flores divinas embriagando con sus deliciosos aromas a esos felices habitantes, aves de pintados colores cruzando en todas direcciones, y cuatro magníficas lunas que deben producir en sus serenas y apacibles noches unos juegos de luz admirables.
Multitud de ciudades diseminadas sobre su superficie, pero por más que lo procuré no puede distinguir los habitantes; tal vez serán de una belleza deslumbradora, que después me hubieran hecho despreciar los de la Tierra, y por eso la Providencia me evitó el verlos. Júpiter es un mundo en el cual el dolor no es conocido, es un verdadero Edén.
Mercurio y Venus no llamaban mi atención, la Tierra me daba cólera por orgullosa, Marte tiene tantos cataclismos y cambios que tampoco me agradaba, los asteroides me parecían muy pequeños, olvidé a Saturno, a Urano, y después de mi hermoso Júpiter, mi futura patria, pensé en Neptuno, que según la mitología representa al dios de las aguas.
Aquello fue un salto peligroso; en menos de un segundo atravesé centenares de millones de leguas y me encontré a una distancia regular del astro que por hoy limita nuestro sistema. Entonces no comprendí muy bien lo que me pasaba: el Sol lo veía del tamaño de una lenteja, Saturno enorme, como de un volumen de setecientas treinta y cuatro veces mayor que la Tierra, y yo me hallaba en una penumbra indefinible.
La naturaleza, como la obra de Dios, es admirable; apenas pude distinguir que aquel mundo, como los otros, estaba habitado; pero previendo la lejanía del Sol, los seres que allí viven tienen la facultad de desprender luz, están rodeados de una aureola luminosa, tan bella, que fascinado no podía apartar de ellos mi vista embelesada con su contemplación.
Me fue imposible fijarme en más detalles, porque en un momento me sentí arrastrado por una fuerza extraña; observé lo que era: la cauda de un cometa me envolvía, me encontraba en una línea de atracción del astro errante, que sacudía su magnífica cabellera en la inmensidad.
El vehículo celeste era cómodo y bello; me dejé llevar sin oponer resistencia. La velocidad de mi tren express iba aumentando cada vez más; cruzábamos los abismos dejando a nuestros pies infinitas miríadas de mundos.
Repentinamente observé que una estrella doble, púrpura y oro, crecía a mi vista de una manera espantosa; en algunos segundos adquirió proporciones gigantescas, como de unas diez veces más que nuestro Sol; sentí una atmósfera de fuego, y abandonando mi solitario compañero me lancé huyendo en dirección opuesta.
Os he dicho ya que volaba por los cielos con la velocidad del pensamiento; los soles de colores se multiplicaban a mi vista, ya rojos o violados, amarillos o verdes, blancos o azules, y alrededor de cada uno de ellos flotaban infinidad de mundos en los cuales palpitaba también la vida y el amor.
Yo seguía corriendo, volando con una rapidez vertiginosa, atravesaba las inmensas llanuras celestes bordadas de flores, me sentía arrastrado por lo invisible, y trémulo y palpitante, yo balbucía una oración.
Aquello no terminaba nunca, nunca... La alfombra de soles que Dios tiene a sus pies se prolongaba hasta lo infinito... se pasaron instantes o siglos, no lo sé; yo seguía con mayor velocidad que la luz, que la chispa eléctrica, que el pensamiento, y aquella magnífica contemplación seguía también... soles inmensos de todos colores, mundos colosos girando a su derredor, y todo... todo lleno de vida, de seres, de almas que bendecían a Dios. Los soles cantando con voz luminosa y los mundos elevando sus himnos formaban el concierto sublime, grandioso, divino de la armonía universal.
Atravesaba los desiertos del espacio cruzando de una nebulosa a otra; la extensión seguía; atravesaba multitud de vías lácteas en todas direcciones, y volaba... seguía... y la inmensidad seguía también.
Estaba jadeante, rendido, abrumado; oraba con fervor y me sentía arrastrar por una fuerza irresistible: los abismos, los espacios, las nebulosas, los soles y los mundos se sucedían sin interrupción, se mezclaban, se agitaban en turbiones armónicos sobre mi frente humillada, abatida ante tanta magnificencia, ante tan deslumbrante esplendidez. Yo estaba ciego, loco, casi no existía ya; pequeño átomo perdido en aquella inmensidad, apenas meatrevía a murmurar conmovido, temblando, admirado ante la manifestacióndivina de la Omnipotente Causa Creadora, ¡Dios mío! ¡Dios mío!
De pronto mi carrera cesó... Dios escuchaba al átomo.
Tardé algún tiempo en reponerme; perdido en la extensión sideral, busquéen vano la Tierra; nada, no se veía; quise encontrar nuestro Sol, peroimposible; tampoco lo veía. Apenas allá a lo lejos, a una distanciaincalculable, perdida en los abismos sin límites de la eternidad, pude vernuestra Vía Láctea, que parecía una pequeña cinta de plata formando uncírculo de dimensiones como el de una oblea, que volaba con una velocidadinapreciable en la profundidad divina de las regiones infinitas. Ligero yveloz me lancé hacia ella; pronto llegué, sin saber cómo; pero entre sussetenta millones de soles no podía encontrar el nuestro. Pensé entonces quecon la velocidad de la luz tardaría quince mil años en dar una vuelta anuestra pequeña Vía Láctea, y abrumado por aquel cálculo, sin podercomprenderlo, oprimido por semejante idea, me detuve lleno de terror. ¿Quéhacer? ¿Cómo hallar la miserable chispa que llamamos Sol? ¿Cómo encontrarla Tierra, átomo mezquino, molécula despreciable, excrecencia diminuta deaquel sol que no podía hallar por su pequeñez? ¡Oh! Entonces mi alma,desfallecida, ansiosa, anhelante, se dirigió a Dios.
¡Oh, Tú, espléndido sol de los soles, Supremo Ideal de las almas, Espíritude Luz y de Vida, Amor Infinito de la Inmensidad de la Creación, delUniverso!... ¡Oh, Tú, mi Dios, vuélveme a mi átomo y perdona mi locoorgullo, vuélveme a la Tierra, Dios mío, porque allí está lo que yo amo!
Mi carrera comenzó de nuevo terrible, frenética, espantosa; sentíavértigo, un ansia atroz, algo como el frío de la muerte; corría, volabay... en ese momento Manuel de Olaguíbel me sacudió fuertemente por elbrazo; yo me encontraba sentado en mi escritorio, con el pelo algo quemado,las manos convulsas, multitud de papeles en desorden, y escritas lasanteriores líneas.
-¿Qué tienes? -me dijo mi amigo.
-Nada -le contesté algo turbado todavía-, es que el cielo...
-Sí, el cielo -me dijo riéndose-; hace largo rato que te observo; teníasun verdadero delirio, gesticulabas, escribías; yo iba leyendo, pero mepareció prudente suspender esa carrera fantástica, por temor de que laterminases en un hospital de dementes.
-El cielo, el cielo -repetía yo maquinalmente.
-Sí -continuó-; el cielo es lo más bello que hay, supuesto que es lo quenos manifiesta y enseña la Omnipotencia Suprema de Dios; tú en esas líneasdices poco de Él; pero, sin embargo, todas son verdades científicas,axiomáticas, irreductibles, que forman el patrimonio que el siglo impíodeja al porvenir.
Salimos; el viento fresco de la noche calmó mi exaltación; pero por másque lo procuro, no puedo dejar de pensar que el Universo es la patria de lahumanidad y el hombre el ciudadano del cielo. -ascii~ � m - x� X�� r-latin;mso-hansi-theme-font:major-latin;mso-bidi-font-family: Arial;color:black;mso-bidi-font-weight:bold'>una rústica grácil asoma,
como una paloma.

Infantil por edad y estatura,
sorprende ostentando sazón prematura:
elásticos bultos de tetas opimas;
y a juzgar por la equívoca traza,
no semeja sino una rapaza
que reserva en el seno dos limas!

Blondo y grifo e inculto el cabello,
y los labios turgentes y rojos,
y de tórtola el garbo del cuello,
y el azul del zafiro en los ojos.
Dientes albos, parejos, enanos,
que apagado coral prende y liga,
que recuerdan, en curvas de granos,
el maíz cuando tierno en la espiga.
La nariz es impura, y atesta
una carne sensual e impetuosa;
y en la faz, a rigores expuesta,
la nieve da en ámbar, la púrpura en rosa,
y el júbilo es gracia sin velo
y en cada carrillo produce un hoyuelo.

La payita se llama Sidonia.
Llegó a México en una barriga:
en el vientre de infecta mendiga
que, del fango sacada en Bolonia,
formó parte de cierta colonia
y acabó de miseria y fatiga.

La huérfana ignara y creyente
busca sólo en los cielos el rastro;
y de noche imagina que siente
besos ¡ay! en los hilos de un astro.
¿Qué ilusión es tan dulce y hermosa?
Dios le ha dicho: Sé plácida y bella;
y en el duelo que marque una fosa
pon la fe que contemple una estrella!

¿Quién no cede al consuelo que olvida?
La piedad es un santo remedio;
y después, el ardor de la vida
urge y clama en la pena y el tedio
y al tumulto y al goce convida.
De la zafia el pesar se distrae,
desplome de polvo y ascenso de nube.
¡Del tizón la ceniza que cae
y el humo que sube!

La madre reposa con sueño de piedra.
La muchacha medra.

Y por siembras y apriscos divaga
con su padre, que duda de serlo;
y el infamé la injuria y estraga
y la triste se obstina en quererlo.

Llena está de pasión y de bruma,
tiene ley en un torpe atavismo,
y es al cierzo del mal una pluma ...
¡Oh pobreza! ¡Oh incuria! ¡Oh abismo!

***

Vestida con sucios jirones de paño,
descalza y un lirio en la greña,
la pastora gentil y risueña
camina detrás del rebaño.

Radioso y jovial firmamento.
Zarcos fondos, con blancos celajes
como espumas y nieves al viento
esparcidas en copos y encajes.

Y en excelsa y magnífica fiesta,
y cual mácula errante y funesta,
un vil zopilote resbala
tendida e inmóvil el ala.

El Sol meridiano fulgura,
suspenso en el Toro;
y el paisaje, con varia verdura,
parece artificio de talla y pintura,
según está quieto en el oro.

El fausto del orbe sublime
rutila en urgente sosiego;
y un derribo de paz y de fuego
baja y cunde y escuece y oprime.

Ni céfiro blando que aliente, que rase,
que corra, que pase.

Entre dunas aurinas que otean,
tapetes de grama serpean,
cortados a trechos por brozas hostiles,
que muestran espinas y ocultan reptiles.
Y en hojas y tallos un brillo de aceite
simula un afeite.

La luz torna las aguas espejos;
y en el mar sin arrugas ni ruidos
reverbera con tales reflejos,
que ciega, causando vahidos.
El ambiente sofoca y escalda;
y encendida y sudando, la chica
se despega y sacude la falda,
y así se abanica.
Los guiñapos revuelan en ondas ...
La grey pace y trisca y holgándose tarda.
Y al amparo de umbráticas frondas
la palurda se acoge y resguarda.

Y un borrego con gran cornamenta
y pardos mechones de lana mugrienta,
y una oveja con bucles de armiño
-la mejor en figura y aliño-
se copulan con ansia que tienta.

La zagala se turba y empina ...
y alocada en la fiebre del celo,
lanza un grito de gusto y de anhelo ...
¡Un cambujo patán se avecina!

Y en la excelsa y magnífica fiesta,
y cual mácula errante y funesta,
un vil zopilote resbala,
tendida e inmóvil el ala. 

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