El
hombre es el ciudadano del cielo
Flammarion
Mis
ojos no podían desprenderse de esta línea, cuyos caracteres brillaban con
mágica luz. Recordaba que Sócrates dijo: "El hombre es el ciudadano del mundo".
Pero como esta raquítica esfera es importante para calmar nuestras aspiraciones,
el ilustre astrónomo ha procurado con frase sublime nuestra legítima ambición.
Es cierto que el cielo no basta para llenar el alma; pero el infinito es el
velo con que se cubre Dios, y tarde o temprano el Supremo Ideal habrá
satisfecho el anhelo de nuestro espíritu.
Mi
absorción era completa; pero a poco iba olvidándolo todo; mis ojos fueron
perdiendo la percepción; caí lentamente en una especie de sonambulismo
espontáneo. Mis sentidos se entorpecieron, pero mi inteligencia no estaba
embotada; con los ojos del alma lo veía todo, comprendía lo que me estaba
pasando; pero aquel éxtasis, compuesto de no sé qué voluptuosidades extrañas,
era tan dulce, había en él una mezcla tan indefinible de ideas, de delirios, de
fruiciones desconocidas, que en lugar de resistirme, me dejaba arrastrar por
aquella languidez llena de encanto y también de vida. ¡Oh, yo quisiera estar
siempre así!
Mi
alma se fue desprendiendo de mi cuerpo como si fuese un vapor, un éter, un
perfume; la veía, es decir, me veía a mí mismo, como si estuviese formado de
gasa o de crespón aparente, y sin embargo real, pero con todas aquellas
ondulaciones, ligerezas y flexibilidades que tiene lo intangible.
Aquello
era maravilloso; la sorpresa que me causaba mi nuevo estado no me dejaba ya
lugar a la reflexión; mi pobre cuerpo yacía exánime, sin movimiento, en una
postración absoluta. Comencé a creer que había muerto, pero de una manera tan
dulce, tan bella, que no me arrepentía; antes bien estaba resuelto a principiar
nuevamente. Algunos momentos después me hallaba convencido hasta la opresión de
mi nuevo estado, y con una gratitud inmensa al Creador que había cortado con
tanta dulzura el hilo de mi triste vida.
¡Cosa
rara!, mi vista adquirió una penetración y un alcance admirable; las paredes de
la habitación las veía transparentes como si fuesen de cristal; la materia toda
diáfana, límpida, incolora y clara como el agua pura; veía infinidad de
animálculos pequeñísimos habitándolo todo; los átomos flotantes del aire
estaban poblados de seres; las moléculas más imperceptibles palpitaban bajo el
soplo omnipotente de la vida y del amor... Mis demás sentidos se habían desarrollado
en la misma proporción, y me sentía feliz, os lo aseguro; intensamente feliz.
Al
verme dotado con tan bellas facultades, mi vacilación fue muy corta: levanté la
mirada... y caí anonadado al contemplar la magnificencia de los cielos.
Oré
un instante, y con la rapidez del pensamiento, me lancé a vagar por el bellísimo
jardín de la creación. En mi estado normal veo a las estrellas, melancólicas
pupilas, fijas sobre la Tierra; rubíes, brillantes, topacios, esmeraldas y
amatistas, incrustadas en un espléndido zafiro, pero entonces... ¡Oh!...
entonces voy a referiros con más calma lo que vi.
Es
preciso que ordene algo mis ideas. Comenzaré, pues, por deciros que me bastaba
pensar para que siguiese al pensamiento la más rápida ejecución, y por lo
mismo, la idea que había tenido de ascender por los espacios me alejó de la Tierra
a una distancia inmensa.
A
lo lejos veía una esfera colosal (un millón quinientas mil veces mayor que la
Tierra), incandescente como el ojo sangriento de una fiera, roja como el fuego,
volaba con velocidad, arrastrando en aquella carrera una multitud de esferas,
entre las cuales había algunas algo aplanadas por dos puntos, pero todas de
mucho menores dimensiones, pues si hubieran podido reunirse no igualarían con
su volumen al hermosísimo disco de fuego; a pesar de que se encontraban algo
lejanas, las percibía con una claridad extraordinaria, capaz de permitirme examinar
hasta sus menores detalles.
Figuraos
mi asombro: aquella antorcha encendida en medio de los cielos era nuestro Sol,
y sus acompañantes, su familia de planetas.
Pero
no era todo, no: lo que me dejaba mudo, absorto, enajenado, era que todas
aquellas masas enormes eran ¡mundos! más o menos semejantes al nuestro, pero
todos ellos, sin excepción, mundos habitados.
Sí,
sí, yo veía las manchas blancas de las nieves polares, las nubes cruzando sus
atmósferas, las unas densas, cargadas de brumas, las otras purísimas y tenues,
los mares brillaban como líquida plata, y los continentes parecían inmensas
aves que se recostaban cansadas de volar.
Allí
hay seres, me decía yo, seres humanos, habitantes, hombres tal vez, y ángeles
como los que habitan la Tierra con nombres de mujeres, porque si no fuera así,
esos mundos serían horribles; allí estarán mis hermanas, mis padres, mi
familia... ¡Ah: Dios mío, cómo a la vista de esos mundos se despliega tu Soberana
Omnipotencia!
Entonces
busqué a Júpiter, que de los planetas de nuestro sistema es el mayor y el más
bello; la Tierra la veía como la 126a. parte del brillante astro, que me
deslumbró por su hermosura; esto en cuanto a superficie.
Sus
montañas tienen una inclinación muy suave, sus llanuras son perfectamente
planas, los mares tranquilos; nada de nieve; la eterna primavera bordando sus
campos, flores divinas embriagando con sus deliciosos aromas a esos felices
habitantes, aves de pintados colores cruzando en todas direcciones, y cuatro
magníficas lunas que deben producir en sus serenas y apacibles noches unos
juegos de luz admirables.
Multitud
de ciudades diseminadas sobre su superficie, pero por más que lo procuré no
puede distinguir los habitantes; tal vez serán de una belleza deslumbradora,
que después me hubieran hecho despreciar los de la Tierra, y por eso la
Providencia me evitó el verlos. Júpiter es un mundo en el cual el dolor no es
conocido, es un verdadero Edén.
Mercurio
y Venus no llamaban mi atención, la Tierra me daba cólera por orgullosa, Marte
tiene tantos cataclismos y cambios que tampoco me agradaba, los asteroides me
parecían muy pequeños, olvidé a Saturno, a Urano, y después de mi hermoso
Júpiter, mi futura patria, pensé en Neptuno, que según la mitología representa
al dios de las aguas.
Aquello
fue un salto peligroso; en menos de un segundo atravesé centenares de millones
de leguas y me encontré a una distancia regular del astro que por hoy limita
nuestro sistema. Entonces no comprendí muy bien lo que me pasaba: el Sol lo
veía del tamaño de una lenteja, Saturno enorme, como de un volumen de
setecientas treinta y cuatro veces mayor que la Tierra, y yo me hallaba en una
penumbra indefinible.
La
naturaleza, como la obra de Dios, es admirable; apenas pude distinguir que
aquel mundo, como los otros, estaba habitado; pero previendo la lejanía del
Sol, los seres que allí viven tienen la facultad de desprender luz, están
rodeados de una aureola luminosa, tan bella, que fascinado no podía apartar de
ellos mi vista embelesada con su contemplación.
Me
fue imposible fijarme en más detalles, porque en un momento me sentí arrastrado
por una fuerza extraña; observé lo que era: la cauda de un cometa me envolvía,
me encontraba en una línea de atracción del astro errante, que sacudía su
magnífica cabellera en la inmensidad.
El
vehículo celeste era cómodo y bello; me dejé llevar sin oponer resistencia. La
velocidad de mi tren express iba aumentando cada vez más; cruzábamos los
abismos dejando a nuestros pies infinitas miríadas de mundos.
Repentinamente
observé que una estrella doble, púrpura y oro, crecía a mi vista de una manera
espantosa; en algunos segundos adquirió proporciones gigantescas, como de unas
diez veces más que nuestro Sol; sentí una atmósfera de fuego, y abandonando mi
solitario compañero me lancé huyendo en dirección opuesta.
Os
he dicho ya que volaba por los cielos con la velocidad del pensamiento; los
soles de colores se multiplicaban a mi vista, ya rojos o violados, amarillos o
verdes, blancos o azules, y alrededor de cada uno de ellos flotaban infinidad
de mundos en los cuales palpitaba también la vida y el amor.
Yo
seguía corriendo, volando con una rapidez vertiginosa, atravesaba las inmensas
llanuras celestes bordadas de flores, me sentía arrastrado por lo invisible, y
trémulo y palpitante, yo balbucía una oración.
Aquello
no terminaba nunca, nunca... La alfombra de soles que Dios tiene a sus pies se
prolongaba hasta lo infinito... se pasaron instantes o siglos, no lo sé; yo
seguía con mayor velocidad que la luz, que la chispa eléctrica, que el
pensamiento, y aquella magnífica contemplación seguía también... soles inmensos
de todos colores, mundos colosos girando a su derredor, y todo... todo lleno de
vida, de seres, de almas que bendecían a Dios. Los soles cantando con voz
luminosa y los mundos elevando sus himnos formaban el concierto sublime,
grandioso, divino de la armonía universal.
Atravesaba
los desiertos del espacio cruzando de una nebulosa a otra; la extensión seguía;
atravesaba multitud de vías lácteas en todas direcciones, y volaba... seguía...
y la inmensidad seguía también.
Estaba
jadeante, rendido, abrumado; oraba con fervor y me sentía arrastrar por una
fuerza irresistible: los abismos, los espacios, las nebulosas, los soles y los
mundos se sucedían sin interrupción, se mezclaban, se agitaban en turbiones
armónicos sobre mi frente humillada, abatida ante tanta magnificencia, ante tan
deslumbrante esplendidez. Yo estaba ciego, loco, casi no existía ya; pequeño
átomo perdido en aquella inmensidad, apenas meatrevía a murmurar conmovido,
temblando, admirado ante la manifestacióndivina de la Omnipotente Causa
Creadora, ¡Dios mío! ¡Dios mío!
De
pronto mi carrera cesó... Dios escuchaba al átomo.
Tardé
algún tiempo en reponerme; perdido en la extensión sideral, busquéen vano la
Tierra; nada, no se veía; quise encontrar nuestro Sol, peroimposible; tampoco
lo veía. Apenas allá a lo lejos, a una distanciaincalculable, perdida en los
abismos sin límites de la eternidad, pude vernuestra Vía Láctea, que parecía
una pequeña cinta de plata formando uncírculo de dimensiones como el de una
oblea, que volaba con una velocidadinapreciable en la profundidad divina de las
regiones infinitas. Ligero yveloz me lancé hacia ella; pronto llegué, sin saber
cómo; pero entre sussetenta millones de soles no podía encontrar el nuestro.
Pensé entonces quecon la velocidad de la luz tardaría quince mil años en dar
una vuelta anuestra pequeña Vía Láctea, y abrumado por aquel cálculo, sin
podercomprenderlo, oprimido por semejante idea, me detuve lleno de terror.
¿Quéhacer? ¿Cómo hallar la miserable chispa que llamamos Sol? ¿Cómo encontrarla
Tierra, átomo mezquino, molécula despreciable, excrecencia diminuta deaquel sol
que no podía hallar por su pequeñez? ¡Oh! Entonces mi alma,desfallecida,
ansiosa, anhelante, se dirigió a Dios.
¡Oh,
Tú, espléndido sol de los soles, Supremo Ideal de las almas, Espíritude Luz y
de Vida, Amor Infinito de la Inmensidad de la Creación, delUniverso!... ¡Oh,
Tú, mi Dios, vuélveme a mi átomo y perdona mi locoorgullo, vuélveme a la
Tierra, Dios mío, porque allí está lo que yo amo!
Mi
carrera comenzó de nuevo terrible, frenética, espantosa; sentíavértigo, un
ansia atroz, algo como el frío de la muerte; corría, volabay... en ese momento
Manuel de Olaguíbel me sacudió fuertemente por elbrazo; yo me encontraba
sentado en mi escritorio, con el pelo algo quemado,las manos convulsas,
multitud de papeles en desorden, y escritas lasanteriores líneas.
-¿Qué
tienes? -me dijo mi amigo.
-Nada
-le contesté algo turbado todavía-, es que el cielo...
-Sí,
el cielo -me dijo riéndose-; hace largo rato que te observo; teníasun verdadero
delirio, gesticulabas, escribías; yo iba leyendo, pero mepareció prudente
suspender esa carrera fantástica, por temor de que laterminases en un hospital
de dementes.
-El
cielo, el cielo -repetía yo maquinalmente.
-Sí
-continuó-; el cielo es lo más bello que hay, supuesto que es lo quenos
manifiesta y enseña la Omnipotencia Suprema de Dios; tú en esas líneasdices
poco de Él; pero, sin embargo, todas son verdades científicas,axiomáticas,
irreductibles, que forman el patrimonio que el siglo impíodeja al porvenir.
Salimos; el viento fresco de la noche calmó mi exaltación; pero por
másque lo procuro, no puedo dejar de pensar que el Universo es la patria de
lahumanidad y el hombre el ciudadano del cielo.
-ascii~ � m - x� X�� r-latin;mso-hansi-theme-font:major-latin;mso-bidi-font-family:
Arial;color:black;mso-bidi-font-weight:bold'>una rústica grácil asoma,
como una paloma.
Infantil por edad y estatura,
sorprende ostentando sazón
prematura:
elásticos bultos de tetas opimas;
y a juzgar por la equívoca traza,
no semeja sino una rapaza
que reserva en el seno dos limas!
Blondo y grifo e inculto el
cabello,
y los labios turgentes y rojos,
y de tórtola el garbo del cuello,
y el azul del zafiro en los ojos.
Dientes albos, parejos, enanos,
que apagado coral prende y liga,
que recuerdan, en curvas de
granos,
el maíz cuando tierno en la
espiga.
La nariz es impura, y atesta
una carne sensual e impetuosa;
y en la faz, a rigores expuesta,
la nieve da en ámbar, la púrpura
en rosa,
y el júbilo es gracia sin velo
y en cada carrillo produce un
hoyuelo.
La payita se llama Sidonia.
Llegó a México en una barriga:
en el vientre de infecta mendiga
que, del fango sacada en Bolonia,
formó parte de cierta colonia
y acabó de miseria y fatiga.
La huérfana ignara y creyente
busca sólo en los cielos el
rastro;
y de noche imagina que siente
besos ¡ay! en los hilos de un
astro.
¿Qué ilusión es tan dulce y
hermosa?
Dios le ha dicho: Sé plácida y bella;
y en el duelo que marque una fosa
pon la fe que contemple una
estrella!
¿Quién no cede al consuelo que
olvida?
La piedad es un santo remedio;
y después, el ardor de la vida
urge y clama en la pena y el tedio
y al tumulto y al goce convida.
De la zafia el pesar se distrae,
desplome de polvo y ascenso de
nube.
¡Del tizón la ceniza que cae
y el humo que sube!
La madre reposa con sueño de
piedra.
La muchacha medra.
Y por siembras y apriscos divaga
con su padre, que duda de serlo;
y el infamé la injuria y estraga
y la triste se obstina en
quererlo.
Llena está de pasión y de bruma,
tiene ley en un torpe atavismo,
y es al cierzo del mal una pluma
...
¡Oh pobreza! ¡Oh incuria! ¡Oh
abismo!
***
Vestida con sucios jirones de
paño,
descalza y un lirio en la greña,
la pastora gentil y risueña
camina detrás del rebaño.
Radioso y jovial firmamento.
Zarcos fondos, con blancos celajes
como espumas y nieves al viento
esparcidas en copos y encajes.
Y en excelsa y magnífica fiesta,
y cual mácula errante y funesta,
un vil zopilote resbala
tendida e inmóvil el ala.
El Sol meridiano fulgura,
suspenso en el Toro;
y el paisaje, con varia verdura,
parece artificio de talla y
pintura,
según está quieto en el oro.
El fausto del orbe sublime
rutila en urgente sosiego;
y un derribo de paz y de fuego
baja y cunde y escuece y oprime.
Ni céfiro blando que aliente, que
rase,
que corra, que pase.
Entre dunas aurinas que otean,
tapetes de grama serpean,
cortados a trechos por brozas
hostiles,
que muestran espinas y ocultan
reptiles.
Y en hojas y tallos un brillo de
aceite
simula un afeite.
La luz torna las aguas espejos;
y en el mar sin arrugas ni ruidos
reverbera con tales reflejos,
que ciega, causando vahidos.
El ambiente sofoca y escalda;
y encendida y sudando, la chica
se despega y sacude la falda,
y así se abanica.
Los guiñapos revuelan en ondas ...
La grey pace y trisca y holgándose
tarda.
Y al amparo de umbráticas frondas
la palurda se acoge y resguarda.
Y un borrego con gran cornamenta
y pardos mechones de lana
mugrienta,
y una oveja con bucles de armiño
-la mejor en figura y aliño-
se copulan con ansia que tienta.
La zagala se turba y empina ...
y alocada en la fiebre del celo,
lanza un grito de gusto y de
anhelo ...
¡Un cambujo patán se avecina!
Y en la excelsa y magnífica
fiesta,
y cual mácula errante y funesta,
un vil zopilote resbala,
tendida e inmóvil el ala.
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