En el siglo xix el diablo dejó de ser pertenencia exclusiva. Sus características y efectos se convirtieron en feudo público. Los vicios que provocaba el Maligno dejaron de ser dictaminados sólo por la Iglesia. Con la secularización, la literatura se volvió un refugio conveniente para el demonio. Pero su estancia en esa expresión cultural lo transformó. La imagen del diablo se despojó de sus vestimentas morales y adquirió novedosas ropas críticas. El diablo se emparentó con la invectiva. Señaló los errores de las incipientes sociedades modernas. Muchos de sus acólitos y profetas fueron literatos. La dupla engendró no a un anticristo, sino la imagen del intelectual moderno. Aquél que, en buena medida, pobló el siglo xx.
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