martes, 29 de mayo de 2012

La reapropiación ideológica de la idea de “raza” entre los campesinos morelenses a fines del siglo XIX y durante el Porfiriato Un esbozo de antropología histórica desde la perspectiva de “los de abajo” y a partir de sus propios textos


Catherine Héau Lambert 


Los pueblos indígenas, en particular, discriminados e inferiorizados por el racismo galopante del siglo XIX, se apropiaron a su vez de la idea de raza, pero invirtiendo su sentido para reivindicar el orgullo de su estirpe. Hoy en día encontramos este mismo fenómeno entre los chicanos de EE.UU., que se denominan genérica y genéticamente a sí mismos la raza. La raza, en este caso, incluye a toda la comunidad de los hispanos. En este mismo país encontramos un mecanismo semejante de diferenciación-identificación por inversión de significados entre los afro-americanos, que en los años sesenta adoptaban el lema:black is beautiful. Es una respuesta a la estigmatización social por motivos raciales.



Conviene comenzar con la identificación discriminatoria y racista de los antiguos indígenas por parte de los colonizadores. La colonización española acuñó el término genérico de “indio” para designar a los habitantes autóctonos de Mesoamérica. Por un lado existía la comunidad española dividida en peninsulares, criollos1 y algunos mestizos y, por otro, la de los “indios”, quienes pese a este intento de homogeneización forzada por parte de los colonizadores pugnaban por mantener internamente la diversidad etno-cultural heredada de sus antepasados. Ambas comunidades compartían los mismos espacios, pero tejieron formas diversas de convivencia y se organizaron alrededor de instituciones sociales específicas forjando sus propias redes de sociabilidad. La diversidad cultural de las dos comunidades se expresó de inmediato en forma de una dicotomía discriminatoria y groseramente racista: por un lado la “raza superior” (“gente de razón”) —calificativo que se atribuían los españoles— y por otro la “raza inferior”, calificativo que estos mismos atribuían a los indígenas.

Durante toda la Colonia y hasta finales del siglo XIX, el concepto de superioridad racial expresaba los planteamientos “científicos” (es decir, positivistas) de la época y era considerado como una ley natural de origen divino. De aquí derivaba un orden social estrictamente jerárquico que, sin embargo, fue matizado por los requerimientos ideológicos propios de los criollos. En efecto, ante el desprecio de los peninsulares, los criollos se sintieron “americanos” y se vieron en la necesidad de adjudicarse una grandeza originaria propia en tierras americanas. Para ello recurrieron al pasado prehispánico, que de este modo se convirtió en su “memoria histórica”. Según los criollos, los “americanos” construyeron pirámides, al igual que los egipcios, e incluso habrían tenido acceso a la religión verdadera gracias a la llegada del apóstol Tomás, quien habría venido a evangelizar a América y a quien los nativos habrían llamado Quetzalcoalt2. Sin embargo, si bien es verdad que se ensalza ahora a Moctezuma3, se sigue despreciando al indio vivo. De este modo se manifiesta la primera paradoja de nuestra historia: las pirámides prehispánicas sirvieron, en parte, de asiento ideológico a la reivindicación criolla de la independencia, aunque los criollos también despreciaban profundamente a los indios.

Al consumarse la Independencia, la Nueva España tenía que ser rebautizada lógicamente con un nombre que, además de cancelar todo recuerdo de la Colonia, estableciera un puente con el pasado prehispánico. Por eso los mestizos deseaban bautizar a la joven nación con el nombre de Anáhuac. Pero los criollos no querían borrar del todo el recuerdo colonial y optaron por dar al país el nombre de la ciudad criolla que había suplantado a Tenochtitlán: México, toponimia que, además de su connotación colonial, llevaba implícito el nombre de la raza mexica.

Sin embargo, la elección del nombre México en lugar de Anáhuac para bautizar al nuevo país es sintomática de la ya señalada confiscación de una supuesta memoria común por parte de los criollos. En efecto, el nombre de México representa la gran ciudad criolla, mientras que el de Anáhuac evoca la tierra de los indios. Por consiguiente, se optó por el primero. Para los próceres del Plan de Iguala de 1821 el nuevo país tendrá que ser criollo o no será.

Durante el siglo XIX se produjo la mayoría de los levantamientos indígenas de la historia de México. La transformación capitalista de la economía mexicana implicaba la desaparición de las formas comunitarias de propiedad de la tierra y, por ende, la desaparición de las comunidades campesinas que se identificaban por la posesión común de la tierra. Para liberar la tierra, era preciso acabar con los usos y costumbres tradicionales. Por lo tanto, una teoría social racista permitía justificar la desposesión de los indios y de los campesinos bajo el pretexto de su incapacidad para gobernarse y para explotar sus tierras de manera rentable. Sin duda alguna, los cambios en la forma de propiedad afectaron la estructura interna de las comunidades campesinas; sin embargo, éstas podían acomodarse a ello. En efecto, cuando por suerte se enteraban de la nueva ley de privatización, resolvían el problema o bien registrando sus tierras comunales a nombre de uno de ellos, o bien registrándolas a nombre de todos los jefes de familia en bloque, a fin de poder seguir usufructuándolas de manera colectiva. Las rebeliones se produjeron cuando hubo desposesión o robo. En efecto, la mayoría de las comunidades alejadas de la capital no se enteraban de la nueva ley y no reclamaban a tiempo sus tierras a título individual. Éstas fueron declaradas desiertas y vendidas al mejor postor. Las ventas públicas, ignoradas por las comunidades, transformaron esos campesinos autónomos y semi-autárquicos en asalariados agrícolas o bien en peones acasillados en sus propias tierras. Las revueltas fueron numerosas y se expresaron políticamente bajo forma de toma de conciencia étnica, de defensa de una identidad indígena, identidad tan vinculada a la tierra que les permitía sobrevivir.

La tradición popular de fines del siglo XIX no logra aún conceptualizar su situación social en términos de clase, y recurre entonces al concepto de raza para luchar contra el hacendado. La lucha social se subsume bajo la figura de una lucha étnica, única categorización política a su alcance. Por lo tanto la lucha entre pueblos desposeídos y haciendas invasoras se expresa en términos de lucha entre mexicanos y españoles. Entonces se llama genéricamente, mas no genéticamente,iberohispanos o españoles a todos los capataces y terratenientes. Es así como la lucha social acaba insertándose en la memoria colectiva de las luchas de emancipación y de liberación de la nación mexicana: las guerras de independencia (1810-1821), la guerra contra la invasión norteamericana (1847-1848), y la guerra contra la intervención francesa (1862-1867). Más que una defensa del territorio nacional —noción todavía muy abstracta— se trataba de luchar por “el suelo patrio”, epítome que englobaba el conjunto de las tierras de las comunidades. Así, en 1916 los corridos evocan del siguiente modo esta lucha que remonta a 1521:


Voy a recordar del 13 de Agosto
de mil quinientos veintiuno
en que a conquistar vino el asqueroso
Cortés a este suelo puro;
fue Tenochtitlán el sitio luctuoso
que contempló taciturno
una mortandad que llenó de gozo
al trono ibérico y de orgullo.
Después de cuatro centurias,
según poco más o menos,
volvió otra vez esa espuria
fecha escrita a sangre y fuego;
ahí Cortés cruel tortura,
aquí Carrión dio un degüello,
año 16 de injuria,
13 de Agosto recuerdo.4

La independencia lograda en 1821, después de diez años de lucha, es considerada como una revancha y como una recuperación del suelo patrio:
Hoy los indios mejicanos
reconocen propiedades,
y son libres ciudadanos
gracias a Hidalgo y Juárez.
Los pueblos son soberanos
y acérrimos liberales,
al fin salieron del fango
de tantas iniquidades.5

Finalmente, se asimila bajo una misma categoría de agresores a los franceses, a los conservadores y a los hacendados, considerados como enemigos naturales de los pueblos. Se considera que fue el indio Juárez quien salvó a la patria del extranjero. Es así como en la memoria histórica popular la lucha por la tierra y la lucha contra el extranjero terminan por confundirse una sola lucha: la lucha por la restitución de una supuestamente prístina República indiana, otrora invocada por Juan Alvarez, héroe de la Independencia y cacique de Guerrero.


La identificación imaginaria de los actores sociales: ciudadanos de la “República indiana” vs. “españoles” invasores


A fines del siglo XIX, los mestizos pueblerinos del Sur vuelven a apropiarse de la toponimia indígena originaria como recurso de identificación étnica en la lucha contra sus adversarios, identificados también genéricamente como “españoles”. Así, en numerosos corridos de resistencia al Gobierno recurren una y otra vez los nombres de Anáhuac y Tenochtitlán para denostar a los “españoles” y a su protector en turno, Porfirio Díaz. Así rezan las estrofas 10 y 16 delCorrido a Porfirio Díaz, de autor desconocido:

Lo que ambicionabas, Calígula, se cumplió,
tributario tienes al gran suelo del Anáhuac,
y ésta es la recompensa que el pueblo recibe hoy,la que le prometiste en las lomas de Tecoac.[...]Sigue tu calvario, preciosa Tenochtitlán,que tiempos felices tal vez llegarán a ti,si no hay otro Hidalgo que tenga de ti piedadcual una betania encontrarás tu ángel al fin (sic).6hoy colonia te vas a nombrar;vas a ser sojuzgada de Españay tus hijos esclavos serán.Cura Hidalgo, si resucitaras,¡qué dijeras en esta ocasión,al mirar la República Indianagobernada por un español! (ibíd.)El concepto de “República indiana”, que en la memoria de los campesinos surianos suena como un eco lejano de la antigua autonomía de las “Repúblicas de indios” de la época colonial asentadas en sus tierras comunales, y que quizás por eso mismo sirvió para lograr la adhesión de las huestes del Sur a la ideología liberal, connota ahora la revalorización de la “raza” indígena y el resurgimiento del orgullo étnico frente al “español” opresor reencarnado en los hacendados y en su protector: Porfirio Díaz. Son numerosos los corridos de la época que trasuntan este orgullo étnico reencontrado o “racismo al revés”. Véase, por ejemplo, la siguiente estrofa del Corrido a Porfirio Díaz, cantado en Morelos:El concepto de “República indiana”, que en la memoria de los campesinos surianos suena como un eco lejano de la antigua autonomía de las “Repúblicas de indios” de la época colonial asentadas en sus tierras comunales, y que quizás por eso mismo sirvió para lograr la adhesión de las huestes del Sur a la ideología liberal, connota ahora la revalorización de la “raza” indígena y el resurgimiento del orgullo étnico frente al “español” opresor reencarnado en los hacendados y en su protector: Porfirio Díaz. Son numerosos los corridos de la época que trasuntan este orgullo étnico reencontrado o “racismo al revés”. Véase, por ejemplo, la siguiente estrofa del Corrido a Porfirio Díaz, cantado en Morelos:ante el hijo ingrato que se señorea de ti;noble descendiente de uno de los reinos de Asia,país de Moctezuma, Cuauhtémoc y Cuauhtemoczin.7son los dueños de este patrio suelo,son las pruebas de que estos señoresvendrá tiempo en que nos peguen fierro.[...]Se halla el territorio mexicanoinvadido por esa nación;los primeros son los hacendadosque nos tienen en gran confusión.El supremo gobierno permiteel que gocen de sus garantías,y que a los mejicanos les quiten
el derecho de sus correrías.8


Quizás se pueda concluir que, debido al recuerdo todavía no muy lejano de la guerra de la Independencia, al origen efectivamente español de gran parte de los hacendados y sus capataces y, sobre todo, a la tenaz persistencia de la idea de “República indiana” de Juan Álvarez en la memoria colectiva de los pueblos surianos, éstos sólo disponían de las categorías étnicas para caracterizar políticamente su lucha por la justicia social y la autonomía municipal. Para los campesinos todavía no era pensable subsumir esta lucha en términos de clases sociales, como lo haría el movimiento obrero magonista en las ciudades.9

Si bien es cierto que los campesinos surianos se identificaban como indios, esta revalorización étnica no era un simple ardid discursivo en su lucha contra las haciendas, sino que implicaba una concepción de sus comunidades opuesta a los planteamientos sociales de los liberales. En efecto, ser indio implicaba defender un valor fundamental: la justicia social.

Antes de abordar el contenido de la causa que está en juego, es decir, la defensa de la justicia social —asociada, como se verá, a la reivindicación de la autonomía de los pueblos—, vale la pena destacar el mecanismo ideológico a través del cual los defensores de esta causa se identificaban a sí mismos e identificaban, recíprocamente, a sus adversarios opresores. Se trata de un mecanismo muy semejante al que ya fuera señalado por Marx cuando afirmaba en el Dieciocho Brumario que en épocas de luchas sociales los combatientes “tienden a conjurar en su auxilio los espíritus del pasado” para representar “la nueva escena de la historia”.10


La idea campesina de justicia social.

¿Pero qué era lo que estaba realmente en juego en este persistente conflicto entre pueblos y haciendas (estas últimas apoyadas por el poder político central), identificados étnicamente como “indios” y “españoles” respectivamente?
Se trata fundamentalmente de lo que podríamos llamar concepción campesina de la justicia social, ya que tiene que ver con el derecho de acceso de la población a los bienes y servicios requeridos para asegurar la subsistencia y un mínimo de bienestar social.11Naturalmente, la expresión “justicia social” no se encuentra literalmente en nuestros textos. Éstos sólo hablan de “justicia”, “derecho”, “ley” y, a veces, “código legal”, pero el contenido es el mismo. “Patria, justicia y ley”, rezaba el antiguo lema zapatista antes de ser sustituido por el de “Tierra y libertad”. Y hay un corrido de Elías Dominguez,12 titulado Nueve años, que lo expresa todavía con mayor claridad:
Los pueblos lo que quieren son buenas garantías,
que se juzgue arreglado al código legal;
rigiendo bien sus leyes mucho agradecerán,
respetando el derecho, así se hará la paz.
Pero hay que destacar de inmediato que para los campesinos la “justicia social” así entendida pasa fundamentalmente por la propiedad comunitaria de la tierra y el libre acceso a sus recursos esenciales, como el agua, los montes, los pastos y las parcelas de cultivo. Y se entiende que así sea, ya que en una economía campesina de subsistencia la tierra constituye el bien social por antonomasia que permite asegurar la reproducción económica y social de la comunidad. Apoyados en una larga tradición que, como vimos, se remonta a la República de Indios de la Colonia, los campesinos surianos consideraban la propiedad comunitaria de la tierra como un derecho natural y a la vez “legal” (es decir, avalado por títulos otorgados por las autoridades) inherente a los pueblos. Pero nótese que los sujetos de la “justicia social” así entendida no son los individuos sino los pueblos, y tiene por contexto una cultura comunitaria basada en la reciprocidad (sistema de cargos, trabajo colectivo, solidaridad económica a través de cajas de comunidad, etcétera). En la percepción de los campesinos no es la propiedad privada sancionada por el poder estatal lo que permite el acceso a la tierra y al usufructo de la misma, sino la pertenencia a la comunidad, que en última instancia es una pertenencia étnica.

Pero junto a esta “justicia social” centrada en el derecho a la tierra, y en estrecha conexión con ella, los campesinos también consideran como un derecho cuasi-natural fincado en la tradición de los pueblos elautogobierno, esto es, la autonomía municipal. Se trata esta vez de un derecho político que los campesinos consideran como un medio indispensable para hacer efectiva la “justicia social”, es decir, para garantizar el acceso a la tierra y la disponibilidad de los recursos que entraña. En la percepción de los pueblos, la autonomía municipal es la herramienta política indispensable que les permite el manejo directo de sus recursos para asegurar la subsistencia y el bienestar de la comunidad. De aquí la reivindicación del “municipio libre” —enunciado en la Constitución de 1857—, que en la memoria colectiva de los pueblos evoca la antigua autonomía de las Repúblicas de indios, y no el municipalismo proto-liberal de los ayuntamientos criollos de la época de la Independencia.13
Ahora bien, los campesinos morelenses denuncian la violación general y persistente de ambos derechos por hacendados, rancheros y caciques, eficazmente secundados por los jefes políticos locales y por el propio Porfirio Díaz. Surge de este modo lo que Barrington Moore (1996:17) llama “sentimiento de injusticia”. Y es precisamente este sentimiento lo que se trasunta en los corridos bajo la forma de una larga letanía de reclamos y agravios relacionados con despojos de tierra, en primer lugar, pero también con las arbitrariedades, represiones y abusos de los jefes políticos locales impuestos por el gobierno de Porfirio Díaz para controlar a los pueblos y cercenar su autonomía. Los campesinos sabían muy bien que la imposición de las autoridades políticas locales y regionales era una de las vías reales para la deposesión de sus tierras.

He aquí, como muestra, dos estrofas de un corrido de Ignacio Trejo14titulado La toma de Cuautla, donde se lamenta el despojo de las tierras de la ciudad de Cuautla, capital de Morelos, por parte de las haciendas azucareras que la rodeaban:
Cierto es que te encuentras rodeada de ingenios,
pero esa es tu mayor ruina.
Según unos cuentan que allá en otros tiempos
tu extensión era más digna.
Hoy veo que sujeta te halláis en terrenos
y reducida en tus líneas.
Ciudad predilecta, qué sucede en esto;
despierta si estáis dormida.
Tanto así llegan a odiarte
según sus ecos declaran,
que quisieran contemplarte
como el desierto de Sahara.
Estéril, siendo un oasis,
donde las aguas del Teara
se trasmiten abundantes.
Por lo que toca a la violación de los derechos políticos, los corridos populares responden reafirmando la “soberanía” de los pueblos,15denostando a Porfirio Díaz con calificativos denigrantes como “Calígula”, “hijo ingrato” de la patria, “traidor”, “gobernante cruel”; y denunciando los asesinatos políticos como el de García de la Cadena, por ejemplo.
Lo que se encontró en los corridos es una idea muy peculiar de justicia social centrada en la reivindicación comunitaria de la tierra, y paradójicamente asociada a la ideología liberal dominante que en su versión oficial y urbana constituía, sin embargo, su negación directa. Lo que revela que los campesinos reelaboraban y sometían a una revisión drástica las ideas liberales dominantes en función de sus intereses locales y de su memoria ancestral.16 Este trabajo de revisión y readaptación ideológica —que en este caso implicaba alterar radicalmente el contenido de la ideología liberal manteniendo apenas el membrete— no hubiera sido posible sin la intervención de una capa de intelectuales pueblerinos probablemente adscritos a los clubes liberales de la región. El trabajo de hormiga de estos “intelectuales” anónimos, y las ideas generadas a nivel local acerca de tópicos como justicia, pueblo, legalidad y Reforma, deben considerarse, a nuestro modo de ver, como uno de los precedentes ideológico-políticos de la Revolución mexicana por lo menos en la resgión centro-sur, es decir, en la región dominada por la figura de Emiliano Zapata, el máximo representante de la vertiente campesina de esta Revolución.
COLOFÓN
Al finalizar la Revolución mexicana desaparece la dimensión étnica de las luchas populares, que de ahora en adelante se categorizan bajo el signo de la lucha de clases, en la que los indígenas participan en tanto que campesinos o proletarios. Pero esta nueva categorización oculta la especificidad étnica de estas luchas, impidiendo afrontar eficazmente las demandas indígenas ancestrales. Es una situación ideológica en la que se elude toda diversidad cultural y se subsume a los indígenas bajo la categoría genérica de “clase social”. Añádase a esto la acción de la Escuela, que tiende a ocultar las diferencias culturales con el propósito de “blanquear” al indio, ya que se considera en el fondo que éste debe integrarse a toda costa a la modernidad abandonando su identidad étnica. Sólo se aborda el problema indígena en términos de asimilación, y se considera al indio como incapaz de una visión política. Su “espíritu de campanario” le impediría toda visión nacional de los problemas. Este prejuicio siguió vigente abiertamente hasta la gesta de Chiapas en 1994, aunque cabe preguntarse si no sigue circulando todavía en forma subterránea incluso hasta nuestros días.





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